Ronda 12: "Los Pilares de la Tierra" Ken Follett
*** NOTA: La Ronda se basa en Los pilares de la Tierra, no en Un mundo sin Fin que es la segunda parte con distintos personajes y por lo tanto merece una mención aparte***Reseña
Los pilares de la Tierra, nos presenta a Tom Builder, un albañil de la Inglaterra medieval que acaba de perder su trabajo. Por esto decide abandonar su ciudad, donde escasean las obras, y buscar nuevos lugares donde haya más trabajo para él; pero su periplo se complica, y pierde mucho más de lo que pensaba en el camino. Tras perder a su familia, conocerá a Ellen, madre de Jack, un niño pelirrojo y tímido que Tom adoptará como propio. Después de varias paradas, recalarán en Kingsbridge, donde Tom consigue trabajo gracias a la nueva catedral que se está levantando. Pero la construcción de una nueva catedral no es sólo el levantamiento de un nuevo edificio consagrado a la fe, conlleva muchas más cosas, y pronto las intrigas y las traiciones aflorarán, haciendo que los habitantes de Kingsbridge se vean inmiscuidos en medio de guerras y luchas de poder que no se detendrán ante nada ni ante nadie.
Fragmento
En ese momento los hombres de armas desataron los pies del prisionero, dejándole erguido sobre el carro, solo, con las manos atadas a la espalda. Se hizo un silencio absoluto entre la muchedumbre.
Cuando se alcanzaba a punto solía producirse algún alboroto. O la madre del prisionero sufría un ataque y empezaba a dar alaridos, o la mujer sacaba un suchillo y se precipitaba hacia la plataforma en un último intento de liberarle. En ocasiones el prisionero invocaba a Dios implorando per´don, o lanzaba maldiciones escalofriantes contra sus ejecutores. Ahora los hombres de armas se habían situado a cada lado de la horca, dispuestos a intervenir de producirse algún incidente.
Fue entonces cuando el prisionero empezó a cantar.
Tenía una voz alta de tenor, muy pura. Las palabras eran en francés, pero incluso quienes no comprendían la lengua podían darse cuenta por la dolorida melodía de que era una canción de tristeza y desamparo.
Un ruiseñor preso en la red de un cazador
cantó con más dulzura que nunca
como si la fugaz melodía
pudiera volar y apartar la red.
Mientras cantaba, miraba fijamente a alguien entre el gentío. Lentamente se fue abriendo un hueco alrededor de la persona a quien contemplaba y todo el mundo pudo verla.
Era una muchaha de unos quince años. Al mirarla, la gente se preguntaba cómo no se habrían dado cuenta antes de su presencia. Tenía el cabello largo y abundante de un castaño oscuro, brillante, que le nacía en su frente despejada con lo que la gente llamaba pico de viuda. Sus rasgos eran proporcionados y la boca sensual, de labios gruesos. Las mujeres mayores, al observar su ancha cintura y los abultados senos, imaginaron que estaba embarazada y supusieron que el prisionero era el padre de la criatura por nacer; pero nadie más reparó en nada, salvo en sus ojos. Hubiera podido ser bonita, pero tenía los ojos muy hundidos, de mirada intensa y de un asombroso color dorado, tan luminosos y tan penetrantes que cuando miraba a alguien éste sentía como si pudiera ver hasta el fondo de su corazón y tenía que apartar la mirada ante el temor de que pudiera descubrir sus secretos. Iba vestida de harapos y las lágrimas caían por sus suaves mejillas.
El conductor del carro miró expectante al alguacil y éste al sheriff, esperando la señal de asentimiento. El joven sacerdote de aspecto siniestro y semblante impaciente, golpeó al sheriff con el codo, pero éste hizo caso omiso. Dejó que el ladrón siguiera cantando. Se hizo un silencio impresionante mientras el hombre feo de voz maravillosa mantenía a raya a la muerte.
Al anochecer, el cazador cogió su presa.
El ruiseñor jamás su libertad.
Todas las aves y todos los hombres tienen que morir,
pero las canciones pueden vivir eternamente.
Cuando concluyó la canción, el sheriff miró al alguacil y le hizo un gesto de asentimiento. Éste gritó << ¡Hop! >>, azotando el flanco del buey con una cuerda al tiempo que el carretero hacía restallar su látigo. El buey avanzó haciendo tambalearse al preso; arrastró el carro y el preso quedó suspendido en el aire. La cuerda se tensó y el cuello del ladrón se quebró con un chasquido.
Se oyó un alarido y todos miraron a la muchacha.
No era ella la que había gritado sino la mujer del cuchillero, que se encontraba a su lado. Sin embargo, era la joven el motivo del grito. Había caido de rodillas frente a la horca, con los brazos alzados y extendidos ante ella; era la postura que se adoptaba para lanzar una maldición. Los presentes se apartaron atemorizados, pues todos sabían que las maldiciones de quienes habían sufrido una injusticia eran especialmente efectivas, y todos habían sospechado que algo no marchaba bien en aquel ajusticiamiento. Los chiquillos estaban aterrados.
La joven miró con sus ojos dorados e hipnóticos a los tres forasteros, el caballero, el monje y el sacerdote. Y entonces lanzó su maldicióon, subiendo el tono de voz a medida que pronunciaba las palabras:
– Yo os maldigo. Sufriréis enfermedades y pesares, hambre y dolor. Vuestra casa quedará destruida por el fuego y vuestros hijos morirán en la horca. Vuestros enemigos prosperarán y vosotros envejeceréis entre sufrimientos y remordimientos, y moriréis atormentados en la impureza y la angusita…
Mientras pronunciaba las últimas palabras, la muchacha recogió un saco que había en el suelo junto a ella y sacó de él un gallo joven vivo. Sin que nadie supiera cómo, en su mano apareció un cuchillo y de un solo tajo le cortó la cabeza al gallo.
Mientras aún seguía brotando la sangre del cuello del animal, la muchacha arrojó al gallo decapitado contra el sacerdote de pelo negro. No logró acertarle, pero la sangre le salpicó por todas partes, al igual que al monje y al caballero que le flanqueaban. Los tres hombres retrocedieron con una sensación de asco, pero la sangre les alcanzó, salpicándoles la cara y manchando sus ropas.
La muchacha se giró y echó a correr.
El gentío le abría paso y se cerraba a su espalda. Por último, el sheriff mandó furioso a sus soldados que fueran tras ella. Empezaron a abrirse paso entre la muchedumbre, apartando a empujones a hombres, mujeres y niños; pero la muchacha se perdió de vista en un santiamén y el sheriff sabía que aunque la persiguiera no la encontraría.
Dio media vuelta, resentido. El caballero, el monje y el sacerdote no habían contemplado la huida de la muchacha. Seguían con la mirada clavada en la horca. El sheriff siguió aquella mirada. El ladrón muerto colgaba del extremo de la cuerda con el rostro pálido y juvenil, con tintes azulados. Bajo el cuerpo que oscilaba levemente, el gallo decapitado, no del todo muerto, corría alrededor suyo formando un círculo desigual sobre la nieve manchada con su misma sangre.
Hasta el Lunes 18 de Julio
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